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«En Bolivia no hay racismo, indios de mierda»

El ensayo fue censurado en las redes sociales, el primer diseño de la tapa fue denunciado y en los comentarios muchos aducían que el título era racista. Hablar sobre el indio supuestamente era vetusto y arcaico, que no correspondía a la época y que debería ser almacenado en los archivos de historia.

Lo que era un tema que no se tocaba más, salía a flote nuevamente en las calles; las pequeñas noticias sobre las pateaduras que habían recibido mujeres de pollera, las agresiones físicas, las voces discriminatorias en pleno movimiento contra Evo Morales y la estigmatización a toda persona que se parecía al indio que gobernaba, estaba de moda. El racismo no había desaparecido.

La situación no quedaba ahí, el racismo de las redes sociales saltaba a los medios de comunicación. Así llamar horda a un movimiento social era tan normal que hasta los mismos darwinistas criollos de finales del siglo XIX se habrían alegrado.

Palabras como salvajes, hordas, terroristas, delincuentes, en fin, “indios de mierda”, se usaban para identificar a los movilizados por la quema de la wiphala; pero esta usanza, para sus empleadores, no eran palabras denigrantes ni mucho menos racistas. Esta vez el problema del racismo era negado por los mismos racistas.

El nuevo fenómeno expresado muy bien en el título del libro de Carlos Macusaya, “En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”, no había sido analizado, de hecho, era esquivado para no tratarlo con seriedad por muchos intelectuales de izquierda y derecha, así el problema del racismo, seguía su curso normal.

Ningún intelectual se atrevía a meter el dedo en la llaga, porque no sufrían el racismo, no eran los sujetos racializados, no eran parte de los salvajes ni de las hordas que bloqueaban las calles. Por lo que no tenían la necesidad de manchar sus reputados títulos académicos con temas que consideraban caducos.

El libro inició como un artículo coyuntural y fue escrito a velocidad de liebre altiplánica. En la medida que Macusaya reflexionaba sobre el tema, las hojas se llenaban de letras y letras, hasta que el pequeño escrito cobró musculatura y forma. No es una investigación académica sino un ensayo donde el sujeto racializado reflexiona a partir de su experiencia personal, así los recuerdos de la infancia y la adolescencia sirven para demostrar algunas características de la racialización en la sociedad boliviana.

Como “analista callejero”, no fundamenta sus ideas en especialistas en temas de racismo, diferencia y estigma, le ha dado adioses a Wieviorka, Goffman, Memmi, Mbembe… Entonces nos encontramos frente a un subalterno que escribe a partir de su vida y su experiencia ¿Cuánto tiempo pasó para que el indio escriba sus reflexiones? No mucho. Sin embargo desde que el sujeto racializado asume la escritura, se sirve del escribir para liberarse, para salir de las mixtificaciones y para denunciar su situación. Eso es lo que hace Macusaya en el ensayo, denunciar a partir de sus análisis el racismo negado de los racistas.

“En Bolivia no hay racismo, indios de mierda”, parte de una explicación general sobre las ficciones de raza que se construyeron en el imaginario social y que han adquirido legitimidad y “naturalidad”. La clasificación racial y la jerarquía social a partir del color de la piel, eran razones suficientes para justificar una explotación, dominación y discriminación. Macusaya desmitifica esas ficciones de raza, señalando que no hay razas, que el racismo es una construcción social y que se reproduce a través de un orden social.

Este mismo orden social regulará la división racializada del trabajo, por lo que, el trabajo manual será para los indios y el intelectual para los no-indios. Lo que consecuentemente fijará la construcción de identidades. Así el proyecto del mestizaje del nacionalismo revolucionario, para Macusaya, no es más que una retórica para encubrir las diferencias sociales y para justificar la bolivianidad; el indio en este caso, solo sirve y sobrevive como folklore.

En el orden social establecido hay movilidad y dinámica de grupos sociales, los individuos se movilizan de un espacio a otro, de lo rural a lo urbano, se acercan lo más posible de la periferia al centro. El imaginario que se establece es que lo rural y la periferia son el lugar de los indios, lo urbano y el centro de los q’aras. Los indicadores de racialización son tan evidentes hasta en el mismo espacio en el que está asentado un individuo, hasta en el orden de migración, de vestimenta, de profesionalización…

Macusaya señala que eso no es todo, que a partir de ese orden, existe la idealización desde la ciudad sobre la vida en el campo, es decir, el lugar de los indígenas puros, que no están contaminados y que son la esperanza de vida y ¿Qué de los que migraron del área rural al urbano? Bueno, estos son impuros y machados que, han perdido su pureza, por tanto no son indígenas, y si estos inician a politizarse para denunciar el racismo, los únicos racistas suelen ser ellos. Esto es importante, porque es un juego del mismo imaginario construido por las élites del país. Carlos señala que, “en un afán ‘pro-indígena’ en este ejercicio de definir quién es o qué es indígena suele ser motivo de controversia aquello que se toma como muestra o evidencia de autenticidad, de pureza cultural o de virginidad cultural. Se pasa así de la ‘naturaleza racial’ a la ‘naturaleza cultural’ donde el racismo es menos ofensivo”. En ambos casos el racismo deviene en su doble cara, el violento y el pasivo, pero en fin, racismo.

Sí el racismo menos ofensivo es sutil, el racismo ofensivo identifica al racista. Así en tiempos de tranquilidad social, el indio es el buen salvaje, pero en tiempos de conflicto es la horda, los salvajes, los delincuentes. El último carácter implica la politización de la sociedad racializada, porque la disputa pone en evidencia “la igualdad de los ciudadanos”. Macusaya es categórico en esto: “la situación de tensión por la disputa llega a un momento en el que pasa de la confrontación discursiva y simbólica a la movilización”, es en estas instancias donde los artificios del lenguaje racista se ponen más claros, pero en la medida que los racializados demandan y condenan el racismo la famosa frase en Bolivia no hay racismo, indios de mierda, encubre el carácter racializado del conflicto.

Macusaya en la última parte de su libro, describe la doble cara del racismo. Hace un análisis comparativo sobre lo que ocurría en el gobierno de Morales, donde el indígena tenía el lugar del buen salvaje, y el racismo menos ofensivo era cualidad preponderante. Luego de su renuncia, resurge el racismo ofensivo con el gobierno transitorio de Áñez; en ambos casos el racismo no es accidental sino una “expresión de un orden social racializado, un síntoma que se manifiesta de distintas maneras” y que los que gobiernan solo reproducen ese carácter. Entonces no es que la problemática del racismo se haya acabado o que sea un tema vetusto sino estuvo tan presente en los últimos decenios.

Sin duda con este libro, Macusaya nos ha echado agua fría para retomar el tema del racismo en los análisis sociológicos, pero sobre todo, ha metido el dedo en la herida que nos aqueja a todos.

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